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UNIDOS POR UNAS MANDARINAS


UNIDOS POR UNAS MANDARINAS 
Esta historia, como tantas otras, no tiene un lugar específico donde se desarrolla. El escenario puede ser cualquier pueblo o ciudad en la que habite un niño y un perro, aunque esta la situamos en un barrio de quintas, como los hay cercanos a las grandes ciudades. 

Allí, en propiedades separadas vivían un niño de nombre Pablo y un perro al que llamaban León. Ambos estaban apenas separados por una cerca un tanto precaria, pero que les impedía verse. Los padres del niño estaban muy poco en la casa porque atendían una chacra distante un par de kilómetros, por lo que el chico estaba la mayor parte del tiempo solo.
Bueno no tan solo, porque lo acompañaban el canto de zorzales y calandrias y algunos sapos los días de lluvia. Su jornada comenzaba muy temprano, pues concurría a una escuela del pueblo, a la ingresaba a las ocho de la mañana, retirándose al mediodía.
De regreso almorzaba lo que su madre había preparado la noche anterior para el pequeño. Luego del almuerzo realizaba las tareas encargadas por su maestra, por lo que el resto del día quedaba solo y aburrido. Así era su vida. En la casa vecina la situación era algo similar. Sus dueños no estaban en todo el día ya que atendían una granja de cierta importancia, por lo que el perro León, atado a una larga cuerda era el encargado de cuidar la propiedad. En el lote había un huerto cercado, mientras que en otro sector se erguían unas hermosas plantas de mandarinas, entre las que andaban las gallinas picoteando aquí y allá. El can no era muy amigo de ellas y siempre las estaba corriendo. Fue a causa de haber matado en su juego a un par de emplumadas aves, que terminó atado a la cuerda por el enojo de sus dueños.
Por mucho tiempo la cerca que dividía ambas propiedades impidió que Pablo y el perro se conocieran. Sin embargo, lo que la cerca no impedía, era que por sobre ella, flotara el rico perfume de los cítricos vecinos, algo que tentaba el estómago del pequeño Pablo. Fue uno de esos días en que tuvo ganas de comer algunos de eso frutos, que el niño se animó a buscar el modo de alcanzarlos. Recorrió una y otra vez el cerco buscando un lugar por donde ingresar al lote vecino. Así ubicó una parte franqueable y se detuvo a estudiar el modo de ingresar. Se trataba de una tabla más corta que el resto quizás rota por el paso del tiempo, y que posibilitaría poner un pie encima, para luego de un salto estar en el terreno vecino. Lo intentó, pero cuando se asomo fue recibido con fuertes ladrido de León, listo para defender su territorio. Del susto el niño cayo, aunque insistió en el cruce, luego de comprobar que no podría alcanzarlo, por lo que de un salto estuvo cerca de las plantas cargadas de frutos. Tomó varios, mientras que el perro no cesaba de ladrar muy enojado. Le quitó la cascara a varias de esas mandarinas y al tiempo que comía una, arrojaba otras al can, que enojado reiterabas sus gruñidos.
Del festín que se dio el pequeño solo quedaban esparcidas por el suelo el despojo de más de media docena de esos frutos. Luego se marchó por el mismo lugar que había ingresado. Al rato las gallinas daban cuenta de esos restos. Por su parte León olio varias veces esos proyectiles que nunca dieron en el blanco y luego opto por comerlos. Tras el festín, Pablo durmió toda la noche. Las incursiones se repetían tarde tras tarde y el niño siempre actuaba del mismo modo. Comía unas mandarinas y otras las arrojaba al perro que ya perecía ignorarlo, pero que finalmente luego, él también daba cuenta de esa fruta. Al perro su presencia comenzó a resultarle familiar, por lo que se mantenía quieto en su lugar, quizás, esperando alguna de las frutas que solía arrojarle el pequeño. Una de las tardes Pedro decidió acercarse ay desatarlo de la soga que lo mantenía sujeto. Mientras se encaminaba hacia él, el can movía su cola en señal de amistad, por lo que permitió llegar a su lado sin queja alguna. Lo desato y luego ambos se sentaron debajo de un mandarino donde compartieron varias de esas ricas frutas.
Así pasaron algunas horas, hasta que finalmente Pablo, para evitar represalias de los amos, volvió a sujetarlo a León donde estaba. Esos encuentros se repitieron decenas de veces. Por eso, cuando llegaron las vacaciones escolares se los podía ver corretear de una casa a la otra, porque ambos habían cavado un túnel debajo de la cerca y por allí iban y venían todas las horas el día, luego que el pequeño liberara al can de la soga. Ambos jugaban hasta caer la noche, que es cuando pablo para evitar represalias contra su amigo, lo ataba nuevamente y él, regresaba a su casa cruzando por el túnel. Todo volvía a ser lo que era. Si bien las mandarinas fueron el punto de partida de esa amistad que aún perdura, lo que la hizo fuerte, fue la soledad que padecían ambos y, como vemos, lo que nació entre gruñidos y recelo, terminó en una amistad duradera y perfumada por el aroma de esos cítricos .

 sciosciagerardo@gmail.com

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