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ABRIR LOS POSIBLES. LOS DESAFIOS DE UNA POLITICA CULTURAL HOY

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Abrir los posibles. Los desafíos de una política cultural hoy
Por Marina Garcés // 08 de octubre de 2009
Cuando la cultura se ha convertido en el principal instrumento del capitalismo avanzado, ¿tiene sentido plantear de nuevo la necesidad de una política cultural?

Cuando la cultura se ha convertido en el principal instrumento del capitalismo avanzado, ¿tiene sentido plantear de nuevo la necesidad de una política cultural? En estas líneas argumento que sí: más allá de la gestión cultural, pública o privada, que administra bienes y productos considerados culturales, es necesario plantear una verdadera relación entre política y cultura. Esto significa, a mi entender, hacer posible la expresión autónoma a través de la cual una sociedad puede pensarse a sí misma. La cultura no es un producto a vender ni un patrimonio a defender. Es una actividad viva, plural y conflictiva con la que hombres y mujeres damos sentido al mundo que compartimos y nos implicamos en él. Por eso una política cultural hoy sólo puede apuntar hacia la necesidad de “desapropiar la cultura” para hacer posible otra experiencia del nosotros. Éste es hoy el desafío. Atreverse a asumirlo pasará, necesariamente, por ir más allá de tres lugares comunes que codifican el ámbito de lo cultural:
1) más allá de la tiranía de la visibilidad,
2) más allá de la trampa de la actividad y
3) más allá de la idea misma de cultura.
La cultura-instrumento
No tiene sentido lamentarse, hoy, de que la cultura es o ha sido instrumentalizada por las fuerzas políticas y mercantiles. Ella misma, la cultura, celebra con gozo su condición de instrumento. En vez de ser una amenaza para el orden social, o el tesoro privilegiado de unos cuantos, la cultura puede mostrarse hoy sin avergonzarse ante el conjunto de la sociedad porque sirve para todo y para todos. Crea puestos de trabajo, aumenta los índices del PIB, ofrece diversión y entretenimiento para todos los gustos y para todas las capas sociales, cohesiona el país y lo hace competitivo en el mercado global. La cultura, por tanto, es una actividad de alto valor añadido que sirve tanto a la economía como a la ingeniería social: ofrece competitividad y cohesión social a un mismo tiempo. En el ámbito de lo cultural, cada uno encuentro su lugar para participar de lo social, a través del consumo de productos, de tiempo y de acontecimientos, y sin entrar en conflicto con los demás.
Por eso, podemos decir que la cultura es hoy el instrumento que ofrece una experiencia despolitizada de la libertad y de la participación. Los dos principios de la política democrática son experimentados hoy de manera no política desde el ámbito de lo cultural. La libertad se nos ofrece como libertad de elección de gustos, estilos y representaciones del mundo que coexisten con indiferencia de manera simplemente yuxtapuesta. Y la participación consiste en asistir, ser convocado o haber consumido aquellas propuestas que se nos ofrecen, con mayor o menor éxito.
Así lo dice la crítica cuando una propuesta ha funcionado: “éxito de participación”. Pero participar, en este sentido, no es implicarse. Participar, como en el ejercicio del voto, es ser contado sin contar para nadie. Es ser convocado sin poder convocar. Aunque el ámbito de lo cultural ya no sea hoy pasivo ni homogeneizador, como en la sociedad de masas, sigue siendo un campo de posibles cerrado. Tiene infinitas opciones, pero las reglas de juego están claramente establecidas.
En él hay lugar para todos, pero cada uno tiene su lugar. Una experiencia despolitizada de la libertad y de la participación es aquella en la que las opciones no posicionan y las representaciones del mundo no se discuten sino que se consumen. No hay posiciones sino segmentos de mercado y perfiles de público. Las ideas, los nombres y las referencias flotan en un continuo en el que todo puede ser igualmente consumido e integrado. El problema para el propio ámbito de la cultura es que esta dinámica funciona, pero no es creíble. Es lo mismo ocurre que con el sistema de partidos. Sigue funcionando pero nadie cree en él. Así como votamos a un partido o a otro, o nos quedamos en casa sin ir a votar, de la misma forma vamos al cine o al teatro, incluso nos emocionamos o nos desvivimos por una propuesta musical determinada. Tenemos nuestros autores preferidos, cursamos un máster tras otro, nos apuntamos a ciclos de conferencias, estamos al día de las últimas novedades, editamos nuestros propios vídeos, nuestras propias revistas... Pero no nos va nada en ello. No nos está pasando nada, no nos estamos jugando nada. ¿Por qué? ¿Por qué tanta actividad en la que no pasa nada?
Ya en los años 50 del siglo pasado se analizaba cómo el ámbito de lo cultural espectaculariza y entretiene (1), cómo crea una esfera separada que aísla los conflictos de su realidad social, de la vida concreta. Desde entonces, los mecanismos se han sofisticado mucho. Pero no sólo esto: también ha cambiado el horizonte político e ideológico sobre el que se desarrollan. El mundo global es en sí mismo este campo de posibles en el que estamos condenados a elegir sin poder plantear ninguna alternativa decisiva. El mundo es como es, pero cada uno puede diseñar en él su propia vida. Ésta es la cultura que las democracias capitalistas ofrecen al mundo. La misma idea de libertad y de participación despolitizadas que identificábamos como propias de la esfera cultural. La misma obviedad presentada bajo forma de aventura personal. Por eso la cultura es hoy el instrumento perfecto de este capitalismo avanzado. Pero por eso mismo lo que ofrece, tanto sus valores como sus productos más concretos, son cada vez menos creíbles, más obvios, más retóricos.
Desapropiar la cultura
Hay un rumor que busca otras cosas, que intenta hablar de otra manera, que murmura otros lenguajes. Es el sonido de una voz que no quiere participar sino implicarse en lo que vive, en lo que crea, en lo que sabe, en lo que desea. Para esta voz, anónima y plural, la cultura no es un instrumento sino una necesidad. Para esta voz, no se trata de instrumentalizar la cultura sino de usarla. La cultura no es un producto o un patrimonio. Es la actividad significativa de una sociedad capaz de pensarse a sí misma. Esto es en lo que sí podemos creer: en la posibilidad abierta de pensarnos con los otros. ¿Cómo darnos esa posibilidad? Ésta es la pregunta con la que política y cultura vuelven a encontrarse. Y se encuentran no para neutralizarse sino para redefinir, simultáneamente, los lugares de lo político y de lo cultural. ¿Dónde nos estamos pensando y haciendo hoy como sociedad? ¿Cómo tomar este desafío, este pensamiento vivo y conflictivo en nuestras manos? ¿Y cómo hacerlo sin ponernos al margen sino haciendo de ello un problema común?
Más allá de la gestión cultural, pública o privada, que se ocupa de administrar un determinado tipo de bienes, productos y su consumo, lo que nos hace falta es una verdadera política cultural que asuma como propias estas preguntas. Pero esta política cultural, porque es de todos, no puede ser de nadie, ni siquiera de los poderes públicos. El desafío de esta política cultural es el de desapropiar la cultura (2) para hacer posible otra experiencia del nosotros.
Desapropiar la cultura no significa ponerla fuera del sistema económico ni mucho menos defender una idea purista de cultura, un idealismo opuesto a cualquier tipo de materialidad. Todo lo contrario: desapropiar la cultura significa arrancarla de sus “lugares propios”, que la aíslan, la codifican y la despolitizan, para implicarla de lleno en la realidad en la que está inscrita. Por un lado, se trata de desapropiarla del sistema de marcas que la patentan, que la identifican y que le asignan un valor que le es ajeno. Son marcas corporativas, pero también autores-marca y países, naciones ociudades-marca. Por otro lado, se trata también de arrancarla de una determinada distribución de disciplinas (música, teatro, literatura, educación, etc), roles (creador, productor, crítico, espectador, etc), relaciones (autor, propietario, consumidor, etc) y lugares (escena, aula, librería, etc) que dibujan el mapa de que reconocemos como ámbito de lo cultural y que nos permite ubicarnos en él. No basta con fusionar, con mezclar disciplinas, con intercambiar roles. Ni siquiera basta con activar al espectador-consumidor-ciudadano o con proponer nuevas definiciones del trabajador cualificado como la de “clase creativa” (3).
Desapropiar la cultura es devolver a la idea de creación su verdadera fuerza. Crear no es producir. Es ir más allá de lo que somos, de lo que sabemos, de lo que vemos. Crear es exponerse. Crear es abrir los posibles. En este sentido, la creación depende de una confianza en lo común. No es necesariamente colectiva, y muchas veces depende de riesgos asumidos en solitario. Pero toda creación apela a un nosotros aún no disponible y a la vez existente. Este nosotros ya no define un sector productivo, ni un perfil de público, ni una identidad nacional. En este nosotros ya no está cada uno, solo con sus opciones, debidamente atendido por la rica y variada oferta cultural. Tampoco la suma de aquellos que nos reconocemos como iguales en nuestros gustos o en nuestros rasgos étnicos o lingüísticos. Es un nosotros anónimo y potencial en el que puede aparecer cualquiera.
Desde ahí, la libertad no puede ser la mera libertad individual de elección entre opciones sino la experiencia plena de la complicidad en esta exposición más allá de nosotros mismos. La participación adquiere entonces la densidad de todos aquellos con quienes y para quienes contamos para hacerlo. No hay nada puramente estético en la creación. Es una condición política del ser humano en tanto que define y decide su vida con otros. Una política cultural verdadera debe contribuir a devolvernos esta facultad. Por eso una política cultural verdadera debe hoy poner en cuestión la idea misma que tenemos de la cultura y sus formas de representación.
Desafíos de una política cultural
El desafío de una política cultural hoy es, por tanto, poner en cuestión la idea misma de cultura, tal como la ponemos en práctica, la reproducimos y la legitimamos en nuestras sociedades actuales.
Darnos la posibilidad de pensarnos con los otros y de hacerlo de manera que nos vaya algo en ello, pasa por hacer una crítica de la cultura contemporánea, sin quedarse en ella. Se trata de desarrollar una crítica que abra esas brechas en las que poder crear(nos).
Para ello, una política cultural verdadera, que no se limite a gestionar sino que se exponga a implicarse, tiene que empezar cuestionando las formas de representación que codifican y legitiman la esfera de lo cultural como instrumento fundamental del nuevo capitalismo y de sus formas de subjetivación.
1) Más allá de la tiranía de la visibilidad. La cultura define, antes que nada, un espacio de visibilidad. Establece qué nombres propios y qué propuestas están o cuentan. Es decir, determina quiénes son los interlocutores válidos a través de los perfiles, expectativas y criterios de evaluación que permiten acceder a la visibilidad. Todo lo demás es condenado a no existir. La visibilidad que hoy cuenta, por tanto, no es sólo mediática. Es institucional. Ser artista es hoy ganar concursos y solicitudes que le acrediten a uno como tal. Ser arquitecto es ganar concursos. Ser investigador es ganar las convocatorias de investigación del Ministerio o de cualquier otra entidad que se atribuye el rol de otorgar esa condición a quienes aspiran a ella. Los ejemplos serían innumerables y las anécdotas podrían no tener fin. Lo importante es que todo espacio de visibilidad es un espacio de reconocimiento y de control y que lo que hoy entendemos por cultura se articula rígidamente como tal. ¿Qué ocurre con lo que no se ve? ¿Qué ocurre con lo que no responde a los perfiles predeterminados y a sus correspondientes casillas? ¿Qué hacer de lo que no “cabe” en ellas, o de lo que se pone en fuga, deliberadamente, respecto a toda forma de representabilidad? No se trata de abrir, como buen gestor, un segmento más de mercado, o de dar cabida, en una actitud entre morbosa y caritativa, a lo alternativo. Como decíamos, abrir los posibles no es yuxtaponer diferencias sino asumir que no todo lo que está se ve y que no todos aquellos con quienes contamos pueden ser contados.
Que no podemos verlo todo, ni queremos hacerlo. Que es importante el saber, pero más aún lo que no sabemos. Que renunciamos al control, a la identificación, a la claridad de los perfiles, de los lugares, de las geografías, de los índices de referencia… Y no porque no podamos alcanzar su claridad, sino porque los límites que imponen no recogen la fuerza del anonimato (4) ni la riqueza de lo que ocurre, sino todo lo contrario: la despedazan y la ahogan. Dice M-A. Hernández, refiriéndose al arte contemporáneo global: “Este espacio-tiempo será irrepresentable, conflictivo y no visible del todo”(5). Así será y así nos corresponde reivindicarlo, experimentarlo, pensarlo. Para ello será necesario ejercitar también nuestros ojos, aprender a mirarnos de otra manera. Frente a la visión focalizada que ha dominado la cultura occidental, y que destaca por su capacidad de seleccionar, aislar, identificar y totalizar, necesitamos desarrollar una visión periférica. No es una visión panorámica o de conjunto. Es la que tienen los ojos del cuerpo, inscritos en un mundo que no alcanzan a ver y que necesariamente comparten con otros, aunque sea desde el desacuerdo y el conflicto.
2) Más allá de la trampa de la actividad. En continuidad con lo anterior, la cultura no sólo define un espacio de visibilidad, sino que se propone como un estado de permanente actividad. En los últimos años, la primacía del producto o de la obra ha dejado paso a la atención a los procesos, ya sean educativos o creativos. Pero la actividad sigue rigiendo el sentido de toda propuesta cultural. Programar, convocar, encontrarse, exponer, publicar, comunicarse… Lo importante es no parar, poder justificar una permanente actividad. De la misma manera que los currícula no admiten tiempos vacíos, también para la vida cultural cualquier periodo de “inactividad” es un punto en contra. La actividad se convierte así en una trampa en la que sigue imperando el ritmo de la productividad. ¿Qué se hace cuando no se está activo? ¿Qué ocurre cuando “no se hace nada”?
Es necesario ir más allá del dictado de la actividad, hacia un concepto más amplio de acción que incluya la inactividad, los tiempos muertos, los impasses, los desvíos, los errores, el cansancio, la desorientación, la necesidad de volver a pensarlo todo. Y no sólo para evitar el rápido agotamiento al que es sometida hoy cualquier propuesta cultural, creativa o académica, sino sobre todo porque en la trampa de la actividad lo que es sacrificado es el tiempo y el espacio para la pregunta por el sentido. ¿Por qué hacer algo? ¿Para quién? ¿Con qué idea? Estas preguntas se escamotean hoy en el apartado de “objetivos” de cualquier proyecto. Pero ¿realmente nos damos el tiempo y las condiciones para pensarlas a fondo y para atravesar las crisis que abren en nuestros propósitos y en nuestros contextos? No poder hacerlo condena la creación a un activismo sin sentido en el que las ideas no pesan nada ni dejan ningún rastro. Sólo circulan, flotando en la insignificancia, para hacer viable el consumo continuo de proyectos. Experimentar y compartir el sentido de una idea, exponerse a su fracaso o atreverse a hacerla funcionar sin controlar sus consecuencias, es hoy una labor de resistencia.
3) Más allá de la idea misma de cultura. Todo esto nos lleva a poner en cuestión la idea misma de cultura y sus formas tanto de representación como de legitimación. ¿De qué puede servirnos hoy la idea de cultura? ¿Es posible darle un nuevo valor, cuando como decíamos se ha convertido en el principal instrumento del nuevo capitalismo? Adorno y Horkheimer sentenciaron su crítica de la cultura con las siguientes palabras: “Hablar de cultura ha estado siempre contra la cultura. El denominador común ‘cultura’ ya contiene virtualmente la captación, la catalogación y la clasificación que entregan a la cultura en manos de la administración.”(6). Una política cultural verdadera, incluso si la administración quiere tomar parte en ella, tiene que dirigirse contra una idea administrada y sectorializada de la cultura.
La cultura, como ámbito o sector presentado en singular, no tiene hoy ninguna potencialidad emancipadora ni ningún poder de transformación o de cuestionamiento. Pero una política cultural, entendida no como una labor productiva o asistencial sino como una tarea crítica, puede redescubrirnos el campo de batalla que es la cultura como dimensión de la expresividad social, viva y conflictiva. Apostar por esta política cultural no es una opción más entre otras. Es asumir una posición y todas sus consecuencias, que de manera inevitable serán radicalmente políticas.
(1) Los dos análisis críticos más decisivos son, evidentemente, “La sociedad del espectáculo” de Guy Debord y el ensayo “La industria cultural”, en Dialéctica de la Ilustración, de Adorno y Horkheimer.
(2) Michel de Certeau ya proponía la “desapropiación de la cultura” en 1980 (ver La cultura en plural, Nueva Visión, Buenos Aires, 1999. Actualmente, es un término que resuena con fuerza gracias a las luchas que se han abierto en el mundo cultural contra los límites impuestos por la propiedad intelectual y sus aplicaciones restrictivas. Pero como veremos, el sentido que proponemos, aunque afín a estas luchas, va más allá de una cuestión legal.
(3 )Según el exitoso término acuñado por Richard Florida en The rise of the creative class…
(4) Remito a Espai en Blanc, La fuerza del anonimato, Ed.Bellaterra 2008
(5) M.A. Hernández, “Contradictions in Time-Space: Spanish Art, Complexity and Conflict”, en TheGlobal Art World. Audiences, Markets and Museums, Ostfildern May 2009
(6) Dialéctica de la Ilustración, p. 176
http://www.menoslobos.org/wp-content/uploads/2009/09/abrir-los-posibles-marina-garces-cast.pdf

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