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HISTORIA CON UNA HISTORIADORA


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Historia con una historiadora
Menos que intemperie / Julio 4, 2009 0


Como si todo fuera una secuencia de ojales y botoncitos. Como si la moral estuviera en poder del encargado del garage.


Una mujer así. Hija, hermana, nieta y ex esposa de arquitectos, había buscado refugio en la Historia intentando hacer su propio relato.


Apartarse de la impronta machista y familiar, decidiendo su autonomía en las pedagógicas. Y además, con todos los recodos de la belleza.


La primera vez que la vi, estaba sentada en una mesa de Betrice. Una reunión para organizar un homenaje a alguno de esos sucesos que una vez fueron sueños o pesadillas. Y ahora están cumpliendo 30 años. Era la única profesora que aún conservaba el sutil desparpajo de las alumnas. Más cercana de Lola Mora que de Evita. De sus espíritus, digo


Nos presentaron y la travesía quieta de su mirada llevó mi ser del modernismo hasta la edad de bronce. Otras voces, sus ojos. Fuego calmo, magrebíes y negros. Era imposible ser indiferente, sostuve su mirada en el instante compartido. Que terminó brusca y calladamente. Como si una nube de pudor políticamente correcto la hubiese invadido, su deseo claudicó. Bajó los ojos y se abrochó el primer botoncito de la blusa.


Modelo 63, sin hijos. En los debates me ganaba por varios cuerpos con su inteligencia profunda, inquieta y veloz. Hermosa y con eso de los cuentos de hadas, que no qué es, pero es algo anhelándose interminable.


Un desorden custodiando la caricia impronunciable.


No sé por qué, siempre con blusa. Siempre con aquella mirada de sencilla holgura encendida y siempre abrochándose el maldito primer botoncito. Como si la sed del instinto la atropellara revalidando materias. Y debo ser franco, sus ojos eran (son) más infinitos que sus pechitos adolescentes.


Aldea sitiada por la piel.


Por la salud del grupo, empecé a sentarme a su lado. Para no tenerla de frente, para no dar excusas a sus manos. Las jornadas sobre los sucesos del 20 de Junio del ’73 fueron un éxito.


Entre los dos se afirmó eso que podríamos llamar amistad. Me acostumbré a la secuela. Mirada provocadora, tic del botoncito abrochándose. Me parecía que todo iba a quedar allí. Que permaneciendo, seguirían fluyendo ilusorias premuras


Hasta que un día se inmoló. Se vino con trencitas y ya no la pude perdonar. Me cansé del boleto vacío recurvándose en la nada. La invité a un café para definir el devenir.


Vivía en el último departamento de un pasillo de la calle Buenos Aires, cerca de la iglesia de San Cayetano. Debo delatar que abrió un Rutini.


Tiempo que sólo es pleno en el instinto.La cosa anduvo. Bien. Sin desbordes ni promesas incumplibles, con sus resabios y los míos. Pero con una condición: quería hacerlo siempre en su casa. Parecía que sólo en su cama se encontraba en libertad. Acepté.


Si todo hubiera sido eso.


Como yo vivo en zona oeste y tengo bicicleta, ella me pasaba buscar con el Clio para compensar. Pero la tercera vez, antes de dejar el auto en el garage, me pidió que me bajara en la esquina de Ituzaingó y la esperara.


- No me gusta que el encargado se entere.


Dijo y me bajé.


Podríamos haber estado así hasta que la reactivación económica dejara de ser virtual. Pero el verano del 2004 terminó y sus contradicciones feministas me empezaron a abrumar. Una noche, en la esquina del aguante, me agarró una tormenta; de esas donde refusila, truena y caen rieles de punta. Me engripé.


Seguimos viéndonos pero la cosa se fue apagando. Empezamos a tenernos el cariño de los compañeros de secundaria. Nunca más me miró con esa mirada donde me quedaría a vivir.


Nunca sabré si el ardid de abrocharse el botoncito lo usó con otros, si fue ese roce que brilla en cualquier poema y se refracta en el agua del acontecer. Rosario es una gran cama redonda y hay cosas de las que no me gusta hablar.


Por eso las escribo.

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