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APENAS UN SUEÑO


APENAS UN SUEÑO 
Una mañana de verano, cuando el sol asomaba en el horizonte, un pequeño de pantalones cortos llegó a la casa de un anciano solitario que vivía en un pequeño barrio alejado del centro de la ciudad. Nadie conocía su pasado y menos desde cuando se encontraba afincado allí, por eso, la presencia del niño preguntando por él resultó extraña. De cara redonda y amplía sonrisa en los labios, el niño llamó por su nombre al dueño de casa en varias oportunidades. Asombrado por la inesperada visita, Francisco salió a recibirlo. Hacía años que nadie se llegaba hasta su casa, por lo que con gesto cortés, lo hizo entrar. Mientras recorrían el largo pasillo que los separaba de la puerta de acceso a la primera habitación, el chico parecía conocer cada lugar de esa antigua casa. 

Eso fue lo primero que notó Francisco y, aunque le extrañaba el comportamiento de su visitante, se alegró por la presencia, por lo que acomodados en el interior, charlaron largamente. Más tarde y ante el asombro de Francisco, el pequeño preguntó por una vieja media llena de bolitas y que alguna vez sirviera para guardar las ranas que pescaba en los charcos vecinos. El hombre negó su existencia, aunque recordaba que cuando niño, era muy bueno jugando a la bolita. Es que en su tiempo había sido campeón de “hoyo y quema” lo que le valió quedarse con las “lecheras” o “japonesas”, incluso con las “piojos” o “pininas” de sus compañeros, como también de los “bolones” y las de acero. Sin embargo no recordaba lo de “la media” que le mencionaba el pequeño visitante.
El niño insistió con esa pregunta, por lo que desconcertado el abuelo Francisco ya sin saber que respuesta darle, lo invitó a revisar toda la casa. Fue entonces que el visitante pidió ir a cierto sitio de la casa y tras lograr el permiso, se dirigió resuelto hasta un cuarto que desde hacía años ya nadie abría y que se encontraba a la derecha del pasillo. Era pequeño y con una ventana que daba a lo que alguna vez fuera un jardín, ahora descuidado. Allí podía verse una cama, una mesa de luz y un ropero que, al igual que el resto de los muebles se encontraba cubierto de polvo. En una de las paredes con su pintura descascarada podía verse un retrato de los denominados “cabecitas” que mostraba el rostro de un pequeño en varias poses, aunque el vidrio que cubría la foto estaba partido y también cubierto de polvo. Francisco, que había quedado en cercanías de esa habitación, sintió el chirriar de las bisagras oxidadas del ropero cuando el niño abrió una de sus la puertas. Luego metió su mano dentro y descolgó la media que buscaba.
Sonriente se acercó al dueño de casa y se la mostró como quien exhibe un trofeo. Luego la puso en manos del abuelo, que así pudo comprobar que se encontraba llena de bolitas tal como decía el niño. Por varios minutos contemplaron ese “tesoro” hasta que el visitante lo invitó a jugar unos partidos con ellas y, aunque extrañado, acepto el reto. Buscaron un sector del patio sin embaldosar, cavaron un hoyo y demarcaron la “cancha” para el juego. Luego el pequeño tomo una veintena de bolitas y entregó el resto, aun dentro de la media, a su contrincante. Luego comenzó el juego.
Si bien en el inicio el dueño de casa perdió las dos primeras, luego comenzó a restar de a una las de su contrincante. Así una a una retornaban al sitio de donde habían salido. Una blanca, ahora una lisa y hasta la codiciada japonesa volvió a la media que Francisco sostenía en su mano izquierda. Como para calcular cuantas restaban en el bolsillo de su adversario, el hombre de a ratos miraba el volumen de la media que crecía más y más. Al comenzar a esconderse el sol, al niño no le quedaban más que dos bolitas y un bolón, que finalmente también puso en juego y perdió. Contento por el logro, el viejo Francisco no advirtió que, cuando gano el último partido, ya el pequeño visitante se había marchado en silencio. Sonriendo entro a la casa y, con paso seguro, llegó hasta el cuarto donde horas antes el desconocido había tomado esa media repleta de bolitas. Entonces La puerta del ropero volvió a chirriar y allí depositó esa media. Luego de asegurarse que estaba bien colgada, cerró la puerta de la habitación. Esa mañana, quienes lo vieron caminar por el barrio con una enorme sonrisa en su rostro, nunca entendieron el porqué.

sciosciagerardo@gmail.com

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